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octubre 27, 2008

los armadillos son radiantes
tímidos
misteriosos
inalcanzables

los armadillos son de allá
del otro lado del océano

endémicos
filósofos
constructores de mitos

los armadillos son los culpables de las nubes
ellos las crean con la intención de enamorar libélulas

para ser armadillo primero hay que ser tierra
después de ser armadillo se es agua
porque los armadillos son
lodo

nadie conoce el verdadero talento de los armadillos
son lo que son
en otros tiempos fueron gaznate
latido
niebla
guateque
otredad
insurgencia
miel
verso

los armadillos son los seres más hermosos del mundo
sobre todo ese que duerme acurrucado en tu ombligo.



octubre 19, 2008

Cartas de amor de un hombre solo [fragmento]

Ciudad de México, Distrito Federal.
Marzo 19 de 1970.

Señorita Silvia Torres.
Antes que nada permítame presentarme, mi nombre es Rodolfo Saldivar I. Saldivar, soy vecino suyo, vivo en el edificio C, departamento 201, de la misma unidad habitacional donde usted vive.
Acaso se preguntará el motivo por el cual un desconocido se toma el atrevimiento de perturbar su tiempo con estas líneas furtivas; pues a continuación explicaré a detalle la situación, e intentaré despejar sus incógnitas recién nacidas.

El motivo de esta carta, señorita Silvia, nació una tarde del otoño pasado, cuando por vez primera mis ojos sexagenarios pero aún llenos de vida encontraron por un azar que no busco comprender, su cuerpo flotando de un lado a otro del patio de la unidad que cohabitamos. He de confesar que desde entonces quedé prendado de usted, irremediablemente. Fue un momento fugaz e irrepetible, señorita, un viento suave sopló en derredor de usted alborotando su cabello rubio y levantando impertinentemente sus faldas dejando al descubierto sus tobillos. Tardé un instante en entender que se trataba de usted, porque a penas ayer era usted una niña todavía, sin el menor presagio de mujer en su cuerpo. Aún recuerdo, señorita Silvia, el día de su cumpleaños número nueve, porque sus padres se tomaron la molestia de convidarme a la celebración y asistí con mi sobrina. Seguramente la recuerda, se llama Sonia y su belleza es similar a la de usted.
Estuvieron jugando la tarde entera rodeadas de muñecas, regalos y otros niños de la unidad. Sepa, señorita Silvia, que entonces no había nada en usted que yo pudiera desear, incluso aún vivía mi esposa y la soledad no era tan aguda como en estos años. Pero no se piense usted que es la soledad la que me lleva a escribir estas líneas, no; el motivo es usted misma, porque desde aquel día de otoño no he dejado de pensarla a cada momento, hasta el punto de no pensar en nada más, sólo en usted, en todo momento, en todo lugar: usted.
Le he escrito largos poemas amorosos que guardo celosamente en una libreta que compré especialmente, y que ojala en un futuro próximo pueda usted escuchar mientras yo se los recito; quizá sentados en la banca de algún parque, o en una cafetería tranquila, o remando serenos sobre una lancha en el lago de Chapultepec, o en el sitio que usted decida.
Sé mucho de usted, señorita Silvia, porque desde aquel día de otoño comencé a indagar sobre su vida y sus costumbres con el único propósito de acercarme, de hacerme presente en su vida, de aparecer repentinamente en su camino. Pero fue inútil, nunca me atreví a saludarla siquiera. Excepto en una ocasión, seguramente la recordará. Fue aquel día lluvioso del febrero pasado cuando “casualmente” nos encontramos. Usted salió de la zapatería donde trabaja y buscó refugio en la parada del autobús, entonces llegué yo a su rescate. Le había comprado un ramo de rosas rojas y me protegía de la lluvia bajo un paraguas. ¿Recuerda?, incluso tuve que presentarme porque no me reconoció. Después estuvo de acuerdo en tomar mi brazo para que la acercara a casa, y hasta hizo un comentario sobre el ramo de rosas que esgrimía en mi mano. Recuerdo exactamente lo que dijo, señorita: «¿Quién es la afortunada?». Pero su aliento de manzana y de campo me impidió rotundamente decirle la verdad, confesarle que era usted misma. Porque ha de saber, señorita Silvia, que efectivamente, tiene usted un aliento a campo, a manzanas verdes.
No puedo ni quiero olvidar el peso de su mano sobre mi brazo, ni su risa liviana como papeles al viento, ni sus ojos inquietos, ni su cabello rubio y lacio, sujeto apenas en la nuca por una pinza.
Conservo aún los pétalos de aquellas rosas con la esperanza de algún día poder bañarla en ellos. Pero por favor no se equivoque, señorita; no se trata ésta de una carta soez y de mal gusto; ni de un arrebato pasional y desmesurado; ni siquiera de un tiento calculador. Todo lo contrario, se trata de una declaración de amor, abierta y sincera, franca.
Sé que podría ser su padre, señorita Silvia; pero también sé que podría ser su amante, su compañero, su protector, su aliado, su cómplice, su marido.
Señorita Silvia, de antemano permítame agradecerle sus pasos aquella tarde de otoño, y el viento que me mostró sus tobillos, y el peso de su mano sobre mi brazo, y su aliento a campo, a manzanas verdes.
Por último déjeme decirle que ya estoy ansioso esperando su respuesta, que seguramente (lo sé por el olfato intuitivo que me ha caracterizado desde siempre), será un definitivo, sincero y enamorado: Sí.

Atentamente.
Rodolfo Saldivar I. Saldivar

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DF 4 de abril
hola señor rodolfo
la verdad es que me costó un poco acordarme de usted, hasta que mi papá me puso al tanto.
me gustó mucho la carta que me escribió, en verdad es muy bonita y sincera. pero déjeme decirle que no pienso lo mismo que usted, aunque me encantaría ser su amiga y que me platique de aquellos tiempos que de seguro usted extraña mucho

hasta luego
silvia



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